LUEGO EN MÍ SE HIZO LA NOCHE

Acerca de Querer parecer noche. Centro de Arte 2 de mayo, Móstoles (Madrid) 11 octubre 2018- 27 enero 2019.

No fue inmediatamente después de salir de ver la exposición, pero sí desde la primera vez que la evoqué, que revisé los pensamientos y sensaciones que me produjo la visita. Surgió, entretejida en aquellas impresiones recordadas, la canción El Tigre del Guadarrama de Vainica Doble, y ya no puedo desligarla del complejo y polimorfo conglomerado que Beatriz Alonso y Carlos Fernández-Pello han montado en el CA2M de Móstoles, bajo el título de Querer parecer noche.

Probablemente tiene algo que ver el hecho de que llegué hasta allí con el objetivo principal de ver en persona una de las obras expuestas: el Rodapié Universo de Marta Fernández Calvo. Esta obra se encuentra al inicio de la visita y además, por su particular configuración, viene a dialogar con todo aquello que nos sale al encuentro en el primer tramo de la muestra.

Vayamos pues con la obra en cuestión: Marta Fernández Calvo ha instalado un largo tramo de rodapié cerámico que serpentea, casi inadvertido, a través de varias salas. La artista introdujo en el material muestras vegetales de la sierra madrileña, de modo que al cocer las piezas, los restos orgánicos en su interior reaccionaron químicamente formando veteados y manchas nebulosas; en algunos casos afloraron a la superficie dibujos ahumados de hojas y ramitas.

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Detalle de Rodapié Universo, de Marta Fernández Calvo

En la canción, las referencias a la vegetación y a la geología de la Sierra del Guadarrama son profusas: helechos y amanitas, musgo, granito –se enumeran el cuarzo, la mica y el feldespato que lo componen- tomillo, salvia y cantueso. Todos esos elementos son referidos en cuanto entran violentamente en contacto con el cuerpo de la protagonista, arañándola y golpeándola mientras cae rodando, en un hiperrealista viaje a ras de suelo, hasta dar en el lecho de un arroyo, donde queda tendida. Tal precisión en la descripción de los detalles biológicos y geológicos produce una extraña sensación, una siniestra sensualidad: en el ambiguo distanciamiento se traduce un desafecto netamente melancólico -¿qué diría Julia Kristeva de esta canción?- una pulsión de muerte que volvería a emanar en un verso posterior de Vainica Doble: “Yo quisiera ser un vegetal del jardín de un cementerio, o simple mineral”.

La canción y el rodapié miran hacia la Sierra de Guadarrama, como principal referencia natural para cualquier habitante de la megalópolis. Marta divisa la sierra desde la ciudad, trabaja sobre la línea horizontal que, como en el mar, demarca el límite que transgredir, el destino hacia el que huir. A su vez, Carmen Santonja y Gloria van Aerssen mencionan a unos “montañeros federados” y a un “dominguero”, urbanitas cantando felices durante su escapada a la Naturaleza. Horizontal queda el cuerpo de la protagonista de la canción, atravesado por el flujo del arroyo que entra por su boca, como horizontal fluye el rodapié sala tras sala, nunca igual. La subjetividad de la protagonista va disolviéndose de cara al final de la canción para devenir residuo orgánico, estrato geológico expuesto al cielo nocturno; el rodapié simula ser estrato, densísimo, comprimido en el fino hueco entre suelo y pared, guardando las huellas de unos procesos químicos que se parecen a firmamentos, incluso a organismos fósiles. Algo muy solemne y monumental, muy macro y muy micro, trascendente mediante una radical humildad, vincula a mi entender el Rodapié Universo con El Tigre del Guadarrama.

Aunque reconozcámoslo, nada hay de la pulsión tanatofílica de la canción en la obra que nos ha ocupado. Fueron también las otras obras de este primer tramo del recorrido las que me recordaron a Vainica Doble: la referencia a Alfanhuí en la obra de Luis Vassallo, la proyección de Fuego en Castilla de Val del Omar, el suelo de terracota de Jacobo Castellano; más adelante, el sabor culterano y casticista de la escultura de David Bestué, el Technocharro de Kaoru Katayama… hacen pensar en una España mesetaria, polvorienta, quijotesca y alucinada; tal cual la presentaban Santonja y van Aerssen en el proto-videoclip televisivo de Caramelo de Limón.

Este precoz conato de interpretación de la muestra se revela enseguida incompleto. La exposición se disipa pronto en todas direcciones, la vemos disgregarse en innumerables hilos argumentales. A pesar de ello, mantiene un tono de ensoñación, una continua “vocación nocturna” de filiación surrealista –no en vano se cuelan en el recorrido Miró y Maruja Mallo- que lo mantiene todo precariamente cohesionado: hay una serie de obras, desperdigadas a lo largo de la exposición (la Urna para el Guernica de Fernando Sánchez Castillo, la proyección de Patricia Esquivias y la –algo anecdótica- litografía de Calder) que nos habla del pabellón de España en la exposición de París de 1937, posiblemente por su vinculación con el icónico Museo Reina Sofía. Cristina Garrido hace un guiño al Prado, el otro estandarte museístico de la ciudad, al encargar a uno de sus copistas autorizados la labor de pintar varias vistas de la exposición in situ. Otra subtrama parece mostrarnos cierta tendencia escultórica de formas irregulares y melifluas, líquidos derramados, solidificaciones de materiales amorfos, junto a un sutil humorismo con rebaba kitsch (los moldes de Víctor Santamarina, la columna de cerámica rosada de Teresa Solar, el muro de plastilina de Guillermo Mora…). Hay obras que toman la arquitectura urbana como objeto de reinvención o análisis –el bajorrelieve de Juan López, el “matta-clarkiano” vídeo sobre los subterráneos de la ciudad de Lara Almárcegui. También encontramos obras interesantes pero difíciles de entroncar en discurso alguno, como el audiovisual sobre zombies en un camping de la costa atlántica de Alex Reynolds. Otras pueden referirse a diseño del mueble, medicina… Las obras, y los hilos argumentales que traen a colación, todos ellos se nos presentan con la descarada naturalidad con que los acontecimientos más incongruentes se concatenan en nuestros sueños. Para terminar, las últimas salas aluden a la vertiente noctámbula de la identidad urbana, aquella que por cierto exploraran Vainica Doble en Crónica Madrileña o La Flor de la Canalla. Un final que se antoja más típico, más asumible, con referencias a la cultura de club, a los neones de la Gran Vía (Karlos Gil) o al underground heroinómano de los 70 y 80 (June Crespo)… Hasta que la exposición nos expele abruptamente tras una foto de Gregorio Prieto de los años 40, pestañeando estupefactos ante la claridad a la salida, como si hubiéramos despertado -por otra parte, así suele suceder- en un punto cualquiera del sueño; en mitad de nada en concreto.

Lo cierto es que la apabullante diversidad estilística y conceptual de las obras compiladas, junto a la nada despreciable envergadura de la exposición, contribuyen a generar momentos de desorientación, en los que casi podría pensarse que, en un despiste, hemos dado mal un giro y nos hemos colado en otra exposición, ante quién sabe qué heterogénea y descabalada colección institucional o muestra de premiados en un concurso. Si buscamos orientación en las cartelas, encontraremos que muchas de ellas exceden con creces lo meramente informativo, se explayan en extensas sugerencias interpretativas más adecuadas para un catálogo. Algunos de estos textos condicionan demasiado la lectura de las obras que acompañan, en torsiones conceptuales que podrían parecer a veces caprichosas y que, más que ayudarnos a delimitar y focalizar el criterio curatorial que ha regido el montaje, nos lo emborrona de nuevo, disparando haces de sentido en mil direcciones. Por otra parte, en otros casos las cartelas quedan reducidas a la mínima expresión, generándose así extraños agravios comparativos.

Por todo ello, quizá la exposición hubiera ganado en precisión y coherencia interna si se hubiera reducido su extensión al menos en una planta. Una posibilidad que supongo por otra parte improbable en un proyecto ambicioso desde el principio, que nació como –o bien ha sido interpretado como- una muestra del estado del arte en el Madrid del siglo XXI. Precisamente, esta parece haber sido su faceta más polémica, cuestionada en cuanto a su rigor como retrato generacional, a sus olvidos o elusiones. Este es un aspecto sobre el que no podría emitir un juicio autorizado, al no conocer en profundidad la escena contemporánea de la ciudad. Asimismo, puede acusarse a Querer parecer noche de inconsistencia o vaguedad en su tesis curatorial, especialmente en un momento en que la vanguardia museística nacional parece proclive a investigaciones de sesgo más político-sociológico, y siendo además Madrid –imán de migraciones, centro neurálgico del poder político y económico, mascarón de proa de la identidad nacional, gallera de todos los conflictos concitados en el país- un escenario tan suculento para ese tipo de abordajes. Por mi parte, agradezco la oportunidad de enfrentarme a un montaje que percibo basado en una especie de sistemática insensatez, en un ejercicio metódico y empecinado de la ensoñación, de la digresión y la implementación de capas de lectura. Para mí es esta una actitud netamente artística, que no puede ser eclipsada por criterios cualitativos simplificadores que justifiquen la visibilidad de algunas propuestas por el hecho de esgrimir la “tendencia correcta”, y defenestre otras por propugnar una ambigüedad más radicalmente subversiva en el fondo.

Además, poco importa lo que a mí me parezca; el caso es que solamente aceptando la imprecisión propuesta en Querer parecer noche, sumiéndonos en ella, podemos inferir de la pléyade de trabajos compilados, tan distintos entre sí formal y conceptualmente, un sustrato común, preocupaciones recurrentes o dejes de la imaginación. Una oculta etnografía de -cierto- panorama artístico madrileño contemporáneo surge así a partir de anécdotas aisladas y heterogéneas, gestos residuales del ejercicio del arte. Bajo el prisma de esta exposición, la práctica artística en el Madrid actual es, independientemente de las formas/obras que de dicha práctica resulten en cada caso, un ejercicio profesional de la insensatez y la ensoñación: insensatez en la callada pero tenaz prospección, en busca de una genealogía identitaria para una ciudad -y por ende, un país- con serios problemas de autorepresentación; ensoñación en la obstinada labor de los artistas al imbricar la narración de su propia experiencia vital –precaria, desordenada- en dicha genealogía.

Es pues esta una exposición vulnerable, que exhibe multitud de fallas y debilidades hacia las cuales dirigir hipotéticas críticas. No obstante, da la impresión de que sus comisarios la pergeñaron así conscientemente, pensando que sólo podía funcionar asumiendo una buena cuota de vulnerabilidad; promoviéndola de hecho. Confiando en dicha impresión, considero que Querer parecer noche es una exposición valiente y meritoria. A pesar de no poder entrar a valorar su rigor como glosario generacional, de no considerar brillantes todas sus obras, y de percibir un leve amaneramiento discursivo, pienso en definitiva que es una muestra que debería ser visitada por cualquiera que tenga la oportunidad, y que podría sentar cátedra en la futura historiografía del arte español.

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Plano cenital de Yabba, de María Jeréz

Recuerdo por último la instalación de María Jeréz titulada Yabba, a la que Bea Alonso y Carlos Fernández-Pello han otorgado una posición preeminente, ya que se encuentra en la sala en torno a la cual se articulan las tres plantas de la exposición. Informe, de límites imprecisos, exuberante por su tamaño y sus telas brillantes, pero también repulsivo como un organismo sin esqueleto, sin ordenación interna definible, y por ello mismo voluptuoso, Yabba además respira. Los sonidos que emiten los mecanismos que se inflan y desinflan alternativamente bajo las telas, acuden a oídos del visitante a cada rato. Esta obra actúa como encarnación simbólica del sentido último, inefable, de todo el complejo conglomerado que la rodea. Tal como funciona, en la canción de Vainica Doble que me dio pie a comenzar estas líneas, la imponente -e irreal, por imposible en el ecosistema serrano- aparición del tigre. En el tramo final de la canción, el animal hace acto de presencia para beber agua del arroyo junto al cuerpo desfallecido, apenas vivo de la protagonista. Ella termina diciendo “Yo no le vi, mas sentí su aliento”.

Javier Aquilué

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