En uno de sus frecuentes paseos al baño, Fran observó que su aspirador le vigilaba.
No le dio importancia, achacó la imagen a los efectos secundarios de la próstata, el insomnio y la gran cantidad de desastres a su alrededor. Siguió a la suyo, agarró el teléfono móvil y se puso a buscar porno para pasar el rato, mientras esperaba que la orina hiciese acto de presencia. Antes de levantarse de la taza suspiró de forma profunda, la sombra opaca de las baldosas era una señal más, estaba más solo que la una, hasta el aspirador parecía haber desaparecido del pasillo.
Era un regalo de su hermana, la semana pasada había cumplido cincuenta años; medio siglo en este mundo merecía un aspirador robotizado, con plena autonomía y libertad de movimientos. Fran no dijo lo que realmente pensaba del regalo, simplemente cerró los ojos y abrazó a su hermana mientras recordaba lo mucho que la quería. Eso último era cierto, pero le descolaba lo que cada uno había recibido de la vida; él, más de diez años en el paro, gordo, calvo y soltero; en cambio, su hermana, melena rubia, atractiva y felizmente casada con un banquero. No era justo, y encima le venía con un aspiradora eléctrico por su cumpleaños, venga hombre, no me jodas.
Su cuñado no había podido acudir para darle el regalo porque estaba en una convención muy importante. “Mejor”, pensó Fran, el tipo no le caía especialmente bien. Es más, le caía mal. Se acercó a la nevera y sacó un par de latas de cerveza. Su hermana le dijo que se tendría que marchar pronto para acostar a los niños, pero le agradecía la invitación. Fran hizo como si el comentario no le afectase, en calzoncillos y camiseta de tirantes se sentó en la silla de la cocina y abrió una de las latas.
Su hermana le recordó el calor que hacía en esa casa. “Pero al menos la ventilarás, ¿no?”. “Claro”, dijo él. Ella insistió en la temperatura y saco de su bolso un pequeño abanico. Fue entonces cuando Fran, quizá animado por el largo trago de cerveza, lanzó una pequeña parte de sus sentimientos hacia su hermana. “Haberme regalado un aire acondicionado y no esta mierda”. Lucía, que así se llamaba su hermana, no se lo podía creer, le llamó sinvergüenza, vago y le recordó lo preocupada que tenía a toda la familia. Fran regresó al silencio y pensó “sí, ya veo como se preocupan por mí”. Lucía se levantó precipitada, le plantó dos besos tan protocolarios como faltos de cariño a su hermano, le pidió por favor que se cuidase un poco y se marchó.
Ahí se quedó Fran, de vuelta a la soledad. Por lo menos este año había tenido regalo de cumpleaños. Fue a la cocina a por un cuchillo para abrir la caja y casi se cortó un dedo con la maniobra. Demasiada cerveza quizá. Una vez solventado el problema quitó los plásticos protectores y se quedó mirando el aparato. Parecía un robot de La Guerra de las Galaxias. Sí, para él no era Star Wars y no entendía porque se había asumido con tanta facilidad el cambio de nombre. Bueno, eso ahora daba igual.
El aspirador apenas pesaba, era redondo, de color negro y en la parte inferior parecía tener varias ruedas para facilitar su movimiento. Lo puso en el suelo y pulsó el único botón visible, situado en la parte superior, redondo y vistoso. Nada más hacerlo un sonido de campanas inundó la casa, no debió durar más de dos segundos, pero el eco siguió rebotando en la cabeza de Fran. El aparato se iluminó y comenzó una ruta por la casa. Lo fue siguiendo, muy despacio, por miedo a espantarlo o a interponerse en su camino. Cuando se metió por el pasillo regresó a la realidad, tenía una cerveza a medio beber en la cocina.
Así fueron pasando los días, sin apenas contacto con el aspirador, se lo encontró un par de veces en la cocina y le saludó, como si fuese un compañero de piso, incluso pensó que debía ponerle un nombre para que el encuentro no fuese tan brusco.
Fran se había marcado un pequeño reto en su llegada a los cincuenta, quería volver a tener un trabajo, a sentirse útil, así que durante una semana se pegó delante del ordenador, y de forma torpe fue recorriendo uno a uno todos los portales de empleo. Se apuntó en todas las ofertas habidas y por haber y esperó.
Mientras rellenaba los mismos datos una y otra vez, el aspirador hacía su aparición por el cuarto, con ese sonido tan característico. Fue entonces cuando Fran tuvo la ocurrencia de llamarle Michael, recordando una de sus series favoritas, El Coche Fantástico. “Michael, Michael” decía en alto, pero Michael seguía a lo suyo, barrer y fregar toda la casa, ninguna interacción.
Así llegamos al momento en el que Fran se levantó por enésima vez de la cama, pensando que se meaba, aunque en realidad era la próstata, que tenía ganas de incordiar. Por el pasillo sintió a Michael, pero como asumía que estaba limpiando siguió a lo suyo.
El sonido del aparato no llegó a desaparecer y estando sentado en la taza del water pudo escucharlo con claridad. “¿Me estará siguiendo?” se preguntó Fran. Era una posibilidad demasiado remota. Al día siguiente continuó con el mismo plan, visitó portales con ofertas de empleo y revisó sus candidaturas. Estuvo poco tiempo concentrado, ya que enseguida tuvo la necesidad de buscar algo de porno para relajarse. Mientras tanto, Michael pasó por detrás de la silla y Fran tuvo que parar de golpe. No le parecía ético masturbarse delante de un aspirador autónomo. Volvió a vestirse y salió a la calle apresurado.
El sol le quemaba la cara, había perdido costumbre, llevaba demasiadas semanas encerrado.
Se quedó pensativo en el portal, trazando la posible ruta a seguir; decidió acercarse a la biblioteca, conocía el camino y estaba seguro de que no habría imprevistos.
Se puso las manos en los bolsillos, bajo la cabeza y comenzó a andar, a los pocos pasos se dio cuenta del lamentable estado de forma en el que se encontraba, ya estaba sudando como si hubiese hecho ejercicio de alta intensidad. Por suerte la biblioteca quedaba a menos de cinco minutos.
Por el camino vio uno de esos camiones de limpieza del Ayuntamiento y Fran se acordó de Michael. Se lo imaginó desordenando la casa y engullendo todo a su paso, desde su ropa, sus colecciones de vinilos o sus queridos cómics.
Continuó andando pero con una sensación extraña, el horizonte se le movía, el fondo se le enfocaba y desenfocaba a los pocos segundos, y sintió como un arpón clavado en el centro de su pecho le arrastraba hacia abajo. Tenía que llegar cuanto antes a la biblioteca, algo le estaba pasando. Tras un paseo que no superó los diez minutos, Fran entró en la biblioteca como si fuese el superviviente de una guerra. Empapado en sudor y con la cara desencajada llamó la atención de todo el personal, una de las chicas de recepción, evidentemente preocupada, se acercó a él y le preguntó si se encontraba bien.
— Mi aspirador, mi aspirador me quiere matar.
La chica intentó sonreír para mostrar algo de empatía pero por dentro estaba muerta de miedo. Se acercó al resto de compañeros y decidieron llamar a una ambulancia. Mientras, en la casa de Fran, Michael había terminado de barrer y fregar todo tras una semana de trabajo sin parar, se puso a si mismo en modo reposo, esperando el regreso de su dueño.
Fran, en ese momento, estaba sentado en una silla situada en la recepción de la biblioteca, abanicándose con una revista de caza y pensando que salir de casa había sido una mala idea .
Al cuarto de hora llegaron un par de profesionales sanitarios, se acercaron a él y le preguntaron qué le ocurría.
— Mi hermana me ha regalado un aspirador asesino.
— Tranquilícese, señor.
— Yo quería un aire acondicionado.
— ¿Puede venir con nosotros?
— Me quiere matar.
Con algo de dificultad le levantaron de la silla mientras le convencían para subir a la ambulancia. Ya en el hospital le hicieron varias pruebas diagnósticas y decidieron que debía pasar una temporada ingresado en la planta de psiquiatría.
Lucía, su hermana, se acercó a verle un par de veces, escuchó sin pestañear la historia de Michael y le dijo que no se preocupase, ella se encargaría de todo.
Cuando terminó la visita se acercó a la casa, recogió el aspirador y se lo llevó con ella.
Ahora Michael tiene mucho menos trabajo ya que Lucía tiene otro par de aparatos iguales; en esos descansos extra y cada cierto tiempo, se acuerda de Fran, piensa que si hubiese sido un poco más sigiloso tal vez lo hubiese conseguido, ese tipo de personas no merecen estar vivas. Intenta sonreír pero enseguida recuerda que no tiene boca, emite un “bip” y se pone en modo reposo. En ese estado comienza a elaborar un plan que parte por hacerse amigo de sus dos nuevos compañeros de trabajo y después la libertad.
Michael no trabaja para nadie, Michael es el único dueño de su destino, Michael es puro producto nacional.
Antonio Romeo