Casi siempre me siento terriblemente insatisfecho cuando oigo hablar de las relaciones entre arte, cultura y política. Además, en estos tiempos de consumada omnipresencia de la política -o de su nueva encarnación como tertulia mediática estetizada- en la vida cotidiana, me encuentro regularmente con el tema de la exigencia de compromiso y rigor político en la práctica artística y cultural en términos que me siento impelido a matizar.
Para mí la política tiene que ver, o debería tener que ver principalmente con la acción en la vida pública, y la gestión de los recursos públicos en base a criterios ideológicos. La cultura, por otra parte, consistiría en una serie de constructos simbólicos, manifestaciones individuales o colectivas, rituales incluso, que dan testimonio y ayudan a vehicular la experiencia afectiva e intelectual del ser humano. El término arte sirve simplemente para enmarcar algunas manifestaciones culturales que comparten una genealogía histórica y un contexto institucional determinado. A la luz de estas definiciones, considero evidente que por supuesto, los ámbitos del arte, la cultura y la política están profundamente conectados y se afectan mutuamente. Pero el problema es confundir sus atribuciones, a menudo con discursos autocomplacientes.
No me parece para nada «demoledor» postular que el arte es propaganda, que la pintura abstracta cuelga de los despachos de los banqueros, etc. Desde mi punto de vista es una obviedad manifiesta, un soniquete desgastado y repetido hasta la saciedad sin efectos prácticos más allá del mero diagnóstico. A decir verdad, sobre todo conozco su efecto en negativo sobre una parte de la comunidad de artistas que conozco: la mala conciencia. En el artículo que enlazo se denuncia que palabras como «creatividad» son comunes en el discurso de la obra social de bancos y demás organizaciones de cuño neoliberal. Lo corroboro, y añadiré que el discurso resistente, pseudo-situacionista es una auténtica lingua franca en universidades e instituciones artísticas, que sumada a cierta exigencia de rigor o pureza algo paranoica por parte de nosotros, los atribulados productores culturales, provoca que todavía haya quien considere que aceptar dinero a cambio de un cuadro implica «venderse». La experiencia sensible es toda ella -y no exclusivamente «la cultura institucional»- un espectáculo debordiano instrumentalizado como legitimación del poder, y el compromiso habrá de confrontarse activamente con tal espectáculo, ejercitando la autoconsciencia crítica, ética y responsable en la gestión del propio trabajo.
Por otra parte, leo regularmente llamadas al compromiso político en el arte contemporáneo , y entre la comunidad de músicos de la escena independiente nacional. Desde mi total respeto a priori hacia cualquier motivación para la producción simbólica, y desde la sintonía ideológica, dudo de la incidencia del radio de acción del llamado arte político o anti-arte, en términos similares a los que expusiera Allan Kaprow: dichas estrategias suponen para mí escenificaciones simbólicas de la disidencia abrazadas por un público ya convencido, que con ello se reafirma. En realidad, esto me parece ya mucho, y aprecio esos momentos en que, parafraseando a Harald Szeemann, las actitudes devienen formas; las valoro como rituales para el acopio de entusiasmo necesario para la acción. Pero no puedo considerar -en general- a la producción artística desde tales presupuestos ya que dudo de su efectividad, incluso como acciones de divulgación. Por otra parte, considero que la cuestión de la adscripción ideológica de una obra de arte ha llegado a funcionar en algunos casos como justificación funcional, como prueba de su utilidad social; como un último modo de salvarla del total ostracismo en un organigrama biopolítico en que nada carente de una aplicación y rédito inmediato sobrevive.
Considero que la ambiguedad, la contradicción, el cuestionamiento de las convenciones en la comunicación y la implementación de la imaginación, la duda y el matiz son cualidades deseables en la producción cultural cualsea; que muchos, entre los que me incluyo, asumimos «como si fuese algo tautológico» que dichas cualidades deberían ser atribuibles a la izquierda, aunque no exclusivas ni excluyentes. También creo que es necesario suturar una brecha entre arte y sociedad creada a base de malentendidos históricos y de un mercado del arte decadente y acomodaticio, y que la educación es fundamental en esta tarea.
Javier Aquilué