MODELO STANDARD DE ACERO
La semana pasada un compañero de trabajo me invitó a cenar a su casa. No me cae especialmente bien, bueno, creo que nadie de la oficina, pero le dije que sí porque estoy en una etapa un tanto extraña de mi vida.
Hace poco corté con mi novia y aprovecho cualquier oportunidad para que sucedan cosas.
He descubierto que me da miedo estar solo.
“Llevaré una botella de vino”.
“Perfecto, cualquier cosa que traigas será bien recibida”.
Ese tipo de respuestas son las que me recuerdan que mi compañero de trabajo no me cae bien, de hecho llegué a pensar en contestarle “pues mira, en lugar de vino igual llevo los excrementos que he ido realizando esta semana, eh, sí, sí, me gusta guardarlos, mira, yo los llevo y ya veremos luego lo qué hacemos con ellos”.
Pero no, no dije nada y llevé vino, eso sí, uno de los más baratos que encontré en el súper.
Al llegar a la casa, la novia de mi compañero de trabajo me recibió de forma entusiasta, analicé su mirada y la vi como una firme candidata a pertenecer a una secta.
Me dijo que ellos no bebían vino, pero que yo tomase lo que quisiera.
Volví a pensar en mis digestiones.
“Eduardo está a punto de llegar, ha ido un momento a comprar pasas y algo de postre”.
Abrí el vino.
Cuando llevaba más de medio vaso liquidado escuché el sonido de unas llaves.
“Cariño, ya estoy aquí, caramba Pérez, qué puntual, espero que hayáis sido buenos eh”.
Me golpeó el estómago, le gusta hacer ese tipo de cosas.
Solo pude agradecer y agradezco que de momento no tengan mascotas o hijos.
Demasiado trabajo para servicios sociales.
Me serví más vino. Una noche de oportunidades.
Eduardo se acercó de nuevo al salón y me dijo si podía ayudarle a una cosilla, le contesté que claro, lo que hiciese falta y con un gesto me indicó que le siguiese.
Entramos en lo que yo supuse era la habitación de la pareja, Eduardo se sentó en el bordé de la cama y se excusó, de normal, me dijo, su esposa le ayudaba a realizar esa tarea, pero ahora con el lío de la cena y tal…
Además, tras tantos años en la empresa me había cogido cariño y me consideraba su amigo.
Con semejante discurso, me asusté.
Se remangó los pantalones y confirmé mi miedo, ¡de la rodilla hacia abajo tenía dos amplias prótesis de titanio!
Llevaba trabajando cuatro años con un minusválido y no lo sabía.
Necesitaba más vino.
“Pero…”.
“Sorprendido, ¿no?”.
“Pues sí, un poco”.
Me dijo que le acercara la silla de ruedas que tenía dentro del armario empotrado.
Mientras, aprovechó para quitarse los apósitos metálicos que le permitían estar erguido.
Se la acerqué y la desplegué, con un simple cruce de miradas asumí que tenía que auparlo a la silla, lo cogí en volandas y lo senté.
Me dio las gracias.
Volví a recordar mi propuesta de llevar excrementos a la cena.
Por Dios, un minusválido.
“Pero cuánto llevas así, por qué no has dicho nada en este tiempo”.
“Es una historia demasiado larga, ya te la iré contando, pero de momento, Pérez, tengo que pedirte discreción en el trabajo, ¿de acuerdo?».
“Entendido”.
Regresamos al salón y su esposa, la iluminada, seguía con la euforia desmedida.
Fui directo a por la botella de vino y la vacié en mi vaso hasta casi desbordarlo.
Llevo intentando recordar el nombre de ella durante todo el rato que llevo redactando esto pero no hay manera, incluso estoy dudando de si lo he llegado a escuchar alguna vez.
Se alegraba mucho de que Eduardo y yo fuésemos amigos.
A cualquier cosa le llaman amistad últimamente.
Mi compañero de trabajo me miró, sentado en su silla de ruedas, y observé que estaba a punto de llorar, estaba emocionado por la revelación.
Les di las gracias por invitarme a cenar, aunque lo cierto es que lo dije porque quería cortar el ritmo de la conversación.
Cuando fui a dar otro sorbo al vaso de vino, olí algo a quemado, mis anfitriones empezaron a gritar, ella se dirigió corriendo a la cocina y mi compañero de trabajo, desde su silla, no paraba de gritar.
“Cariño, ¿estás bien?”.
“Cariño, ¿me oyes”.
Una gran cortina de humo salió de la cocina.
Aprovecha cualquier oportunidad, me dije. Es el momento de largarte.
“Pérez, ayúdanos, coge el extintor, rápido”.
“Eduardo, cariño, te amo”.
“Yo también te quiero mi vida. Pérez, por Dios, sálvanos”.
En cuestión de medio minuto me convertí sin saber muy bien cómo, y también sin desearlo, en el nuevo héroe americano.
Salí al rellano del portal, agarré el extintor, regresé a la cocina y apagué el conato de incendio que se estaba formando a la altura del horno.
Era un héroe y como tal, en una situación bastante incómoda, tanto Eduardo como su novia, me abrazaron, cada uno por un lateral de mi cuerpo mientras yo aún sostenía el extintor entre mis manos.
Alguien debería habernos hecho una foto de ese momento.
La situación regresó a la normalidad, pero al parecer, toda la cena se había quemado, bueno, y gran parte de la cocina, así que sintiéndolo mucho, no iba a poder cenar con mis nuevos amigos esa noche.
Los dos estaban llorando y decían que si eso les había sucedido por algo sería, que Dios es muy sabio.
Cogí el abrigo, les di de nuevo las gracias y ofrecí cualquier tipo de ayuda, confiado en que jamás me iban a pedir nada.
Me dijeron que cuando arreglasen todo volveríamos a quedar para cenar.
Calculé que con todas las obras que deberían realizar aún pasarían unos cuatro meses hasta que llegase ese momento.
Sonreí.
Me despedí de ellos y Eduardo me mantuvo la mirada varios segundos, casi como para asegurarse de que no diría nada en el trabajo.
“Tranquilo”, le dije.
Cerré la puerta y respiré hondo, no sabía que había pasado.
Revisé mi agenda de contactos en busca de alguien que quisiera tomar una cerveza a esas horas del día.
Directamente pasé de cenar.
Sé que esa noche tuve sueños graves pero no recuerdo ninguno, tan solo la sensación de inquietud.
Al día siguiente en el trabajo hicimos como si no hubiese pasado nada.
Fue una mañana tranquila, pero no paré de pensar que si el incendio se hubiese descontrolado, tan solo habrían sobrevivido la silla y las prótesis de Eduardo.
Modelo standard de acero a prueba de catástrofes naturales.
Antonio Romeo