Hace unos días, mi madre me preguntó por el resultado del partido de fútbol que acabábamos de jugar con unos colegas. Tenemos un equipo que participa en una liga de fútbol sala municipal y amateur. Nos llamamos Bar La Estrella Balompié y en octubre arrancará nuestra segunda temporada.
La primera fue un auténtico desastre, el caso canónico de un equipo de matados entrado en años que quiere jugar al fútbol y reencontrarse con el deporte o algo así. Recuerdo como si fuera hoy el primer entrenamiento ahora hace un año, puedo sentir todavía los pitidos en mi cerebro, paranoias auditivas tras media hora de fútbol callejero perpetrado por una panda de treintañeros en el patio de un colegio.
Fue un milagro que no termináramos los últimos de la clasificación; un playoff entre los equipos de la parte baja de la tabla y una victoria a los penaltis con un fichaje estrella de última hora, nos auparon al antepenúltimo puesto.
Sin embargo, la liga regular, la liga que refleja la verdad, daba cuenta de unos estadísticas demoledoras:
Estas contundentes cifras podrían ayudar a interpretar el rostro que vi en mi madre, cuando al preguntarme por el resultado de esa pachanga veraniega, respondí:
–Hemos perdido 10-2.
Quizá ella esperaba que en este reinicio y tras la temporada precedente, comenzaran a advertirse mejorías. El caso es que atisbé una tristeza sincera en sus ojos y con una lástima doliente en la inflexión de su voz, escuché un “venga, ale, esto no puede ser” que me resquebrajó.
Nada que replicar a ello desde entonces. Un vacío sin limites en mi cabeza, un l’esprit de l’escalier que sólo comenzó a desaparecer cuando recordé lo que hacía unos meses me había dicho Justo, un compañero del equipo, reciclado a mitad de temporada, debido a lesiones en músculos desconocidos hasta entonces para él, en animador jefe de una entregadísima afición y compositor del himno (sí, tenemos himno): “Chicos, hay que entrenar y mejorar, porque al final, perder no es divertido.” La cosa se ponía seria.
Seguimos sus instrucciones. Una vez a la semana salíamos a correr por el parque, nos ejercitábamos con un mínimo de criterio. No sirvió para nada. Muchos caímos lesionados y algunos, por ello, han tenido que dejar el equipo.
Tengo la sensación de que siga como siga, este texto va a acabar siendo, con suerte, algo parecido a un lo importante es participar. Me niego.
Pensaba hablar de la belleza y de la poesía del fútbol pero sólo llego a lugares comunes alicatados, brillantes y con olor a lejía. Sí, el fútbol me proporciona momentos de gran placer estético, pero se ha escrito mucho, mejor y, sobre todo, no es por allí por donde transcurren ahora mis intenciones.
También pensaba en la selección de Bulgaria de EEUU 94, en sus francachelas de birra y tabaco, pero ellos quedaron cuartos en un mundial. Lo de Stoitckkov, Letchkov, Balakov y compañía es la historia de una división de oro, juerga y épica que no podemos ni vislumbrar. Nada que ver.
Así hasta que llegué a La felicidad de los pececillos, un título que ya no se me antoja horrible tras la lectura de esta deliciosa compilación de artículos escritos por Simon Leys. En uno de sus pasajes, titulado Marginalia, el autor belga repara en unas imágenes de Olympia, la celebérrima película de Leni Riefenstahl. No me atrevo a decir que el plano sea residual, en el montaje de estos registros casi todo es esencial, pero el caso es que he visto dos veces esa película y nunca hasta la lectura de este libro había reparado en él.
En una secuencia sobre las regatas, Leys se percata de la aparición de un hombre que, una vez revisionadas las imágenes en cuestión, me parece arbitraria y atrevidamente, pues este deporte queda muy lejos de mi clase social y del secarral que habito, un marinero, una suerte de ayudante para el trabajo duro que cigarro en boca amura y práctica la vela, como señala certeramente Leys, por el mero placer de hacerlo.
La dicha de no tener que dar explicaciones, el placer olímpico en la ausencia de las mismas.
En dos semanas arrancamos la segunda temporada. ¡AÚPA ESTRELLA!
Orencio Boix.

Retrato por Javier Aquilué.