Cito de Lukács : “En el mundo moderno, ser hombre significa estar solo”[1]. Por eso el pensador habla de la novela como el formato paradigmático de la Modernidad: la novela es siempre el relato de los conflictos entre sujeto y mundo; el rodar, erosionarse y evolucionar de la personalidad contra una exterioridad incierta, contra los otros incognoscibles, incluso contra un sí mismo proyectado como objeto, como representación.
La primera novela moderna es, según muchos, Don Quijote de la Mancha, que narra el penoso periplo de un héroe en constante y tragicómico enfrentamiento con una España sombría, mezquina y retrógrada. Hace poco pude ver “El fantasma de la Libertad”, y cómo Buñuel ponía en boca de un soldado a quien iban a fusilar ese funesto “Vivan las cadenas” con el cual el pueblo español abominaba a principios del XIX del progresismo subjetivista y burgués que traía Francia y abrazaban voluntariamente esa indistinta pertenencia al vasallaje. Sí, la España rural y pedestre se ha representado en innumerables ocasiones como una fuerza involutiva y cruel.
El próximo Sábado tiene lugar en Huesca el festival ROMERÍA Y DESENGAÑO. En él se reúnen algunas propuestas musicales de un fenómeno que parece en alza y sobre todo, que parece responder a una soterrada pulsión que llevaba un tiempo gestándose en los círculos de la música independiente: la rehabilitación y puesta al día del folklore patrio. También habrá un mercado agroecológico, juegos tradicionales, vermut… Con ello intentamos que, más allá del simple acontecimiento musical, el festival sugiera todo un estilo de socialización, una determinada línea afectiva en las experiencias colectivas, que tenga que ver con una –muy revisada- conexión con el “pasado”.
No me parece casual que se esté dando este fenómeno en la España actual, en la cual grandes sectores de la ciudadanía se han agrupado espontáneamente, por simpatía, al estar sometidos todos sus elementos a circunstancias y vivencias similares; como surgen ciertos rasgos arquitectónicos a partir de un clima determinado, o los acentos en el idioma se imprimen en la memoria. Han surgido asimismo, de la antipatía hacia esa nube de abstracciones transnacionales, de terminología macroeconómica amoral e irreductible a la medida del ser humano. Así el folklore, lastrado durante décadas por el tratamiento homogeneizador y sesgado que de él hizo el régimen franquista, se desempolva y adapta a la sensibilidad urbana contemporánea, recupera su flexibilidad, su valor de uso, su capacidad para erigir un material cultural colectivo y no escenificar la pantomima confesional de tanto pop underground reciente.
No me malinterpreten: este no es el mismo folklore, carece de la incontestabilidad como monumento popular, como expresión capital de la colectividad de un pueblo. No es igual de auténtico, hay una autoconsciencia intelectual ya inevitable. Ahora bien: es real, como puede serlo una hortaliza a la que, conscientemente, se ha decidido hacer crecer sin ayuda de pesticidas.
Hace años escribí:
“El terruño es a la postre la ficción de un hogar, en el que todo es familiar, del que uno forma parte por derecho y sin esfuerzo, y dentro del cual el prójimo está esencialmente ligado a uno. El lugar en el que nunca se estará fuera de lugar, ante las zozobras psicológicas de un sujeto contemporáneo cada vez más desubicado, cada vez más fracturado”[2]
El folklore como una miscelánea afectiva, como un saco para identificar y por qué no, vestir estéticamente ciertos valores; una ficción útil en la construcción de la realidad.
Suele decirse que en tiempos de los romanos una ardilla podía recorrer la península ibérica de rama en rama. Ardillistas ibéricos, se os espera con entusiasmo en Huesca el próximo Sábado.
Javier Aquilué