OTRA ADICIONAL SÉ QUE SÍ

Anoche tuve un sueño.  En una pradera muy verde, como las de la costa atlántica, en una mañana débilmente borrascosa, se estaba celebrando un acto oficial. Había colocada una pérgola desmontable blanca. No era muy amplia, lo justo para que cupieran una veintena de personas encorbatadas –políticos dignatarios y demás- sentados en sillas plegables. Los periodistas y asistentes anónimos, entre los que yo me contaba, estábamos de pie fuera de la pérgola, mirando hacia el interior. En el centro del suelo de tarima habían practicado un agujero de manera que quedase al descubierto un grueso tocón de árbol. Sobresalía unos treinta centímetros del nivel de la tarima. El corte en el tocón no era limpio, como el que hubiera dejado una sierra; era irregular y picudo, como si el árbol se hubiera desgarrado al partirse. La madera era grisácea, pétrea, así que el suceso debía de haber ocurrido hacía mucho tiempo. Todo indicaba pues, que ese tocón era un símbolo para todos los presentes, objeto de alguna ancestral veneración.

   Alguien leía un texto en alto mientras todos escuchábamos gravemente. Cuando acabó, el dignatario de mayor rango agarró un hacha.  Al parecer, darle uno o dos hachazos al tocón era el gesto culminante de aquel ritual. El caso es que el primer señor alzó el hacha por encima de su cabeza y la descargó con todas sus fuerzas… Pero sólo obtuvo un sordo ruido metálico: había intentado clavar la herramienta por el lado contrario al filo. Nervioso, lo intentaba otra vez en la posición correcta, consiguiendo sacar esta vez del inerte cacho de madera un par de minúsculas astillas cenicientas.

   Uno por uno, todos los personajes del interior de la pérgola lo intentaban. Quizá era parte del ritual, o más bien un intento colectivo por tapar algún tipo de  ridículo inexplicable que comenzaba a hacerse lastimosamente patente. De intentarlo por turnos, pasaron a hacerlo varios a la vez por distintos flancos: uno de ellos arrojaba el hacha con vacilación y asco, como si le diera miedo cortarse un pie a través del zapato; una señora en traje chaqueta cogía un pico con ambas manos, aunque muy cerca de la pieza de metal, hiriendo tan apenas una raíz con golpecitos cortos y negligentes.  ¿Qué les avergonzaba y crispaba tanto?  Obviamente, que en un acto con resonancias tan folklóricas, tan identitarias, estaban demostrando no haber manejado una herramienta agrícola en su vida.

Javier Aquilué

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